Princeton, NJ: invierno de 1984. De izquierda a derecha el pianista Adolfo Fernandez, Vicente Echerri, Heberto y Belkis (con el querido y nunca olvidado Pop, rescatado de las calles de Madrid, y traido de vuelta a la casa de Princeton).Heberto Padilla en su lugar
VICENTE ECHERRISospecho que la primera razón de Pablo de Cuba Soria al escribir su artículo Heberto Padilla más allá de la polis (El Nuevo Herald, domingo 8 de julio) era, precisamente, provocar ésta o varias respuestas, desatar una polémica en busca de su propia notoriedad. De ahí que algunas personas, justamente indignadas por ese texto --por su ignorante rotundidad, por su infundada arrogancia-- decidieran no complacer el ego del agresor con una respuesta, sino castigarlo más bien con el silencio, que es una de las muestras más eficaces del desdén.
Sin embargo, la memoria de Padilla --el poeta y la persona--, malignamente desfigurada en el artículo, y el justo aprecio por la literatura, por la poesía, me obligan a sobreponerme a mis propios escrúpulos y enmendar, en beneficio del lector, algunas de las afirmaciones que hiciera Cuba Soria con insolente gratuidad desde esta página.
El argumento de Cuba Soria puede resumirse de esta manera: Heberto Padilla es un poeta menor, injustamente propulsado a la fama por razones extraliterarias, quien, a pesar de sus condiciones para la poesía (''suficiente contención de escritura, vasto imaginario y cantidad necesaria de desasosiego'') no perseveró en el ejercicio de su vocación y naufragó en el pantano del azar político, gracias al cual, y a la voluntad de ''la academia, las agencias literarias, las editoriales, los sin talento poderosos'', etc. conserva inmerecidamente un lugar señero en el canon de la poesía cubana. Pero aquí están los auténticamente iniciados, Cuba Soria y comparsa --suerte inmensa de la literatura cubana--, para corregir ese error.
La mayor injusticia que se le hace a Padilla --y Cuba Soria no es el primero-- es afirmar que su obra poética resultó magnificada por el escándalo que lo convirtió en un ''caso'' en 1971 y que concluyó con su famosa retractación. Sin duda, el nombre de Padilla recorrió el mundo gracias a ese suceso, pero su obra poética antecede y sucede al percance y se sostiene a pesar de él y hasta en su contra. Ese ''caso'', que Padilla odiaba y que colgaba de su cuello como el albatros del Viejo Marinero, es un accidente que apenas tiene cabida en su poesía. Más de treinta años después de aquella farsa de la UNEAC, de la subsiguiente marginación y el ulterior exilio del poeta, el ''entramado político'', lejos de sumergir su obra, se fue rompiendo para dejar que ésta emergiera sin lastres; de suerte que en la actualidad podemos acercarnos a esa obra con muchos menos prejuicios, cuando lo ocurrido en 1971 se va tornando un suceso menor.
Por otra parte, Padilla no fue un hombre que traicionara su vocación de poeta, sino que la siguió a regañadientes, que se rebeló más de una vez contra esa pasión que lo tiranizaba desde niño, imaginando otros oficios y otra vida. Intentó incluso evadirse con otras formas de escritura; pero la poesía lo emboscaba por todas partes. En sus tempranas clases de francés, las voces de Ronsard y de Villon eran portadoras de un antiguo entusiasmo, aunque no hablaran en su lengua, como más tarde lo fueron las de Saint-John Perse, Eliot, Auden, Wallace Stevens. La poesía nunca lo abandonó, aunque él alguna vez, por fatiga de vivir, le cerrara la puerta: la diosa era tenaz y lo esperaba siempre en la página en blanco.
De esa pugna saldrían algunos poemas hermosos y memorables, repartidos entre sus tres libros mayores. No hay que pedirle mucho más a un poeta. Hay algunos famosos a quienes sólo recordamos por un poema, y eso es aporte suficiente. Su obra pudo haber sido más extensa, si los demonios que lo atormentaban (no su presencia o ausencia de ese país que le tocó en suerte) se lo hubieran permitido; pero esa circunstancia no hubiera aumentado su estatura, como la falta de esos textos no la disminuye. El volumen de la obra no hace al poeta, si no José Kozer, con unos siete mil poemas escritos, sería el más importante de la lengua.
Contrario a lo que opina Cuba Soria, El hombre junto al mar me parece el libro más logrado y pleno de Padilla, precisamente porque está compuesto de textos escritos cuando faltaban las presiones del compromiso político, cuando el poeta había empezado a ser un hombre libre. Sus editores de Seix Barral aciertan al aclarar en su presentación: ''si en algunas piezas puede aparecer el eco, amortiguado u ominoso, de la dramática experiencia personal de su autor, no por ello El hombre junto al mar es ni un acta de acusación ni un documento político, sino un hermoso y maduro libro de poesía''. En él se encuentran la voz que ya nos había hablado en El justo tiempo humano con algo de la mordacidad, del melancólico cinismo, que se ha acentuado en Fuera del juego.
Ese libro también es un acto de exorcismo contra ese pasado político que acosa a Padilla y del cual él quiere deshacerse (como dice explícitamente en Por la borda, un poema que le oí leer en Nueva York en 1981 con una sinceridad que también echaría por la borda los prejuicios que hasta entonces yo tenía en su contra). En ese libro está también La canción del juglar, cuyos últimos versos podría repetir como un mantra cualquier poeta en cualquier punto de la geografía del despotismo: General, yo no puedo destruir sus flotas ni sus tanques/ni sé qué tiempo durará esta guerra; pero cada noche alguna de sus órdenes muere sin ser cumplida /y queda invicta alguna de mis canciones.
Desde luego que no estoy de acuerdo con Cuba Soria en que El hombre junto al mar sea un título ''mediocre'' y ''lamentable''; por el contrario, me parece un hallazgo en su notable sencillez, que trasciende, en mi opinión, al poema de ese mismo nombre que justifica el título. El hombre junto al mar es una irreductible metáfora de toda nuestra vida, nuestros quehaceres, nuestros anhelos, que se levantan siempre al borde de una insensible inmensidad. Lamentable me parece un título como Zaratustra yotros equívocos --nombre del primer libro de Cuba Soria--, el cual denota de inmediato una pomposidad culterana (propia de regurgitaciones librescas) que en buen cubano podría llamarse ``picuería''.
Ahora bien, cabe preguntarse, ¿qué provoca, más allá de la búsqueda de notoriedad que apuntaba al principio, este gratuito asalto a Heberto Padilla que no coincide, que yo sepa, con ninguna conmemoración ni con ninguna reedición de su obra? No sé, pero me atrevo a proponer que se trata de un antiguo rencor origenista, reciclado e inculcado a través de los últimos (en todos los sentidos de esta palabra) sobrevivientes de esa capilla. Cuando Heberto Padilla regresó a Cuba en 1959, poseedor de una sólida formación intelectual y dueño de una voz y de una particular sensibilidad, se erigió en el enfant terrible que quería pinchar el globo inflado de la calle de Trocadero, donde imperaba Lezama (minotauro y dédalo a un tiempo) con su corte de sicofantes. Viniendo de Nueva York y de la asepsia de la lengua inglesa, el neobarroco de Lezama le pareció a Padilla una muestra del más enfermizo provincianismo, frente al que empezaba a levantarse la neovanguardia, que terminó por atrincherarse en la UNEAC y en la Casa de las Américas y producir los mayores ripios de la literatura cubana en el último medio siglo. Entre esas dos corrientes tan dispares, Padilla --no el único de su generación, pero sí el más notable-- propone una poesía clara, sencilla, sin oscuridades ni afectaciones, que se construye con los elementos más simples del idioma; pero, al mismo tiempo, reconciliada con la música, con la belleza, con la trascendencia. En ese empeño tiene el mérito de haber sido un precursor, si bien nunca se propuso convertirse en la ''contraparte de Lezama''. Sencillamente, sentó pautas y abrió el camino para los que vendríamos después, aunque no somos muchos. La lengua del país estaba tan enferma como la política.
Nadie le niega a Cuba Soria el derecho a opinar (por eso precisamente supongo que se fue de Cuba); pero su tono podría ser menos absoluto y rotundo y más acorde con el criterio personal que ese concepto encierra, algo que tenemos muy presente los que escribimos columnas de opinión. ''Yo creo'', ''yo opino'' y después haga de Cristo el Diablo; pero prescindir de ese breve preámbulo hace sonar al que opina como una inapelable autoridad que enunciara una ley apodíctica, lo cual, en el caso de Cuba Soria, no me parece que tenga ningún respaldo ni justificación. Por ejemplo, me acabo de leer todo un libro suyo y algunos otros poemas sueltos y creo que se trata de una poesía escatológica (no en el sentido de ultramundana sino de excremental) destinada a no sobrevivir; pero ésa es mi opinión --no la verdad revelada-- que podría ser desmentida por el tiempo.•
Poeta y escritor cubano, radicado en New Jersey.
(Publicado el domingo 22 de julio de 2007)-------------------------------------------------------------------------------------------------------